
Activo y contemplativo – John Main, OSB
Parece que la naturaleza de las dualidades consiste en propagarse, complicando la unidad y la simplicidad desde las que comenzamos y a las cuales nos llama la oración profunda. Una de las principales dicotomías es la polarización de la vida activa y la contemplativa, siendo su efecto más perjudicial alienar a la mayor parte de los cristianos de esa oración profunda que trasciende la complejidad y restaura la unidad.
Terminamos por considerarnos como contemplativos o como activos, y esta distinción es válida tanto para los religiosos como para los laicos. Como activos, nos hallábamos en el seno de una vasta mayoría cuya vida espiritual descansaba en lo devocional o en lo intelectual, sin pretender tener experiencia de Dios. Como contemplativos, formábamos parte de una pequeña minoría privilegiada, separada del cuerpo principal no sólo por altos muros y extrañas costumbres, sino también por un léxico especializado o incluso por una incomunicación absoluta.
Como todas las herejías, ésta llegó a ser posible y duradera porque poseía un germen de verdad. Existen algunos que están llamados a vivir en el Espíritu, en los márgenes del ajetreo del mundo, y cuyos valores principales son el silencio, la quietud y la soledad. Los contemplativos tal vez no son predicadores, pero deben comunicar en último término su experiencia, porque ella se revela a sí misma. Su vivencia es la experiencia del amor, el cual se extiende para comunicar, compartir, ampliar el ámbito de su propia comunión.
La conclusión derivada de una falsa comprensión de la dimensión contemplativa de la Iglesia distorsionó la enseñanza explícita del Nuevo Testamento, o sea, que la llamada a la santidad es universal. La llamada del Absoluto se dirige a cada uno de nosotros y es únicamente esta llamada la que nos da un sentido último; nuestro valor definitivo se encuentra en la libertad que se nos ha concedido para responder a ella. La exclusión de la mayoría de los cristianos de esta llamada ha tenido graves y profundas consecuencias, tanto en la Iglesia como en la sociedad. Si se niega nuestro sentido y valor definitivos, ¿cómo podemos esperar que el respeto mutuo sea el principio director de nuestras relaciones cotidianas?
Hoy día no existe una necesidad mayor en la Iglesia y en el mundo que la de comprender de una manera renovada que la llamada a la oración, a una oración profunda, es universal. La unidad entre los cristianos, así como a largo plazo la unidad entre distintas razas y credos, dependen de que logremos descubrir en el interior de nuestros corazones el principio de unidad como experiencia personal. Si hemos de darnos cuenta de que, de hecho, Cristo es la paz entre nosotros, debemos descubrir que «Cristo es todo y está en todas las cosas»; y nosotros en él. La autoridad con que la Iglesia comunica esta experiencia será el grado al que nosotros, la comunidad de los creyentes y el cuerpo de Cristo, hayamos llegado personalmente. Nuestra autoridad ha de ser humilde, es decir, ha de estar arraigada en una experiencia que nos trasciende y nos lleva a la plenitud.
Nuestra autoridad como discípulos radica en la cercanía al Autor, la cual se halla muy lejos del autoritarismo o de ese complejo de miedo y culpa por el que un ser humano emplea la fuerza contra otro. Con su oración, los cristianos renuncian a su propia fuerza, renuncian a sí mismos. Al hacerlo, ponen toda su fe en la fuerza de Cristo como la única que aumenta la unidad entre todos los seres humanos, porque es la fuerza del amor, la fuerza de la unión en sí. En la medida en que los hombres y mujeres de oración abren su corazón a esta fuerza, incrementan la posibilidad de que todo el mundo encuentre la paz que se halla más allá de su razonamiento ordinario.
John Main,OSB
Del libro: Una Palabra hecha Silencio
Ediciones Sígueme de Salamanca
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