
Aprender a estar en silencio – John Main, OSB
Ahora conviene que expliquemos con mayor detenimiento el tipo de silencio que se requiere para meditar. La meditación no es tiempo de palabras, por muy bella y sinceramente que podamos formularlas. De hecho, todas nuestras palabras resultan del todo ineficaces cuando nos adentramos en esta misteriosa y profunda comunión con Dios, cuya Palabra en nuestro interior existe antes y después de todas las palabras. «Yo soy el alfa y el omega», dice el Señor.
Para entrar en esta santa y mística comunión con la Palabra de Dios que mora en nosotros, primero debemos tener la valentía de ser cada vez más silenciosos. Pues con Dios nos encontramos en un profundo silencio creativo de una manera que trasciende todas nuestras facultades intelectuales y lingüísticas. Somos plenamente conscientes de que no podemos captar a Dios por medio del pensamiento. Lo que el filósofo Alfred Whitehead dijo acerca de la investigación humana sobre el tiempo podría aplicarse también al pensamiento humano sobre Dios. Escribió: «Resulta imposible meditar sobre el tiempo y el misterio del paso creativo de la naturaleza sin que la emoción nos abrume a causa de los límites de la inteligencia humana»2.
La experiencia de esta emoción que nos abruma por nuestras propias limitaciones nos conduce a un silencio en el que tenemos que escuchar, concentramos y atender en vez de pensar. El misterio de nuestra relación con Dios encierra un lienzo tan vasto que solamente desarrollando nuestra capacidad de permanecer en un silencio asombrado y reverente podremos valorar una mínima fracción de su maravilla. Sabemos que Dios está con nosotros íntimamente y al mismo tiempo nos trasciende infinitamente. Tan sólo a través de un profundo y liberador silencio podremos reconciliar los polos de esta misteriosa paradoja. Y la liberación que experimentamos en la oración silenciosa es precisamente la independencia de los efectos que inevitablemente distorsionan el lenguaje, justo cuando empezamos a sentir el señorío íntimo y trascendente de Dios en nuestro interior. Quienquiera que haya experimentado la obra liberadora del Espíritu sabe exactamente a lo que se refería Pablo cuando recuerda a los cristianos de Roma: «Por tanto, hermanos, estamos en deuda, pero no con nuestros apetitos para vivir según ellos» (Rom 8, 12).
Lo expresa con la misma maravillosa confianza al principio de su Carta a los colosenses: «Él es quien nos arrancó del poder de las tinieblas, y el que nos ha trasladado al reino de su Hijo amado» (Col 1, 13).
Gracias a que el Reino ha sido constituido y está presente en medio de nosotros, podemos librarnos de las limitaciones del lenguaje y el pensamiento.
Nuestros intentos por alcanzar dicho silencio deberán afrontar variadas dificultades. Ciertamente se prolongarán durante cierto tiempo. No se trata tan sólo de contener nuestra lengua, sino más bien de alcanzar un estado de calma atenta en nuestra mente y en nuestro corazón, lo cual supone un estado de conciencia con el que muchos occidentales no están familiarizados. Solemos estar atentos o relajados; rara vez en la mayoría de nosotros se combinan ambos estados. Mas en la meditación terminamos por experimentarnos a nosotros mismos, a la vez, completamente atentos y completamente en calma. Esta serenidad no es la calma del sueño, sino la de una concentración plenamente despierta.
Si contemplas a un relojero a punto de realizar una hábil maniobra con sus pinzas, te darás cuenta de lo tranquilo y sereno que se mantiene mientras escruta el interior del reloj ayudado con su lupa. Su calma, no obstante, se caracteriza por la concentración absoluta, por estar plenamente atento a lo que está realizando. Del mismo modo, en la meditación nuestra calma no consiste en un estado de mera pasividad, sino en una situación de total apertura, de absoluta atención a la maravilla de nuestro ser, al esplendor de Dios, autor y sustento de nuestro ser, siendo plenamente conscientes de que somos uno con Él.
John Main,OSB
Del libro: Una Palabra hecha Silencio
Ediciones Sígueme de Salamanca
Para la difusión gratuita de la Meditación Cristiana
2. G. H. Whitrow, The Nature of Time, London 1975, 144.
PREGUNTA DE LA SEMANA
¿Qué representa para ti el silencio?
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