Renacer en el Espíritu – John Main, OSB
Conocer esta realidad trasciende todo conocimiento; significa renacer en el Espíritu y sentir la experiencia cristiana primigenia que inflamó a la Iglesia primitiva y ardió en la predicación de san Pablo y de los santos a lo largo de los siglos. Se trata de la experiencia que comienza con un encuentro silencioso en nuestro interior. Para ello, sólo es preciso cumplir una condición, a saber, que lo sometamos todo a ella: las posesiones, el mismo ansia de poseer, los deseos, el honor, el cuerpo y la mente. Renunciamos a todo a fin de alcanzar esa simplicidad absoluta que lo exige todo, que abre nuestros ojos a la presencia viva del Señor Jesús dentro de nosotros y de su Espíritu, y que nos devuelve a la comunión con el Padre. «Si alguno no tiene” el Espíritu de Cristo, es que no pertenece a Cristo» (Rom 8, 9), nos dice san Pablo. La pregunta redentora que han de plantearse los cristianos para liberar a sus coetáneos surge de lo profundo de su experiencia del espíritu e inspira a la persona poco espiritual a descubrir esa misma hondura en su interior. Solamente podemos hablar de aquello que hemos visto. El evangelio de Juan nos recuerda que sólo el espíritu puede engendrar al espíritu (Jn 3,6).
Pocas generaciones han estado tan volcadas sobre sí y se han estudiado tanto como la nuestra, y sin embargo, el autoanálisis moderno puede ser notablemente infecundo. La razón de ello, como hemos venido sugiriendo, se encuentra en que ha estado radicalmente desespiritualizada; es decir, no ha sido guiada por la luz del Espíritu ni se ha dado cuenta de la dimensión verdadera y fundamental de nuestra naturaleza. Sin espíritu no hay fecundidad, ni creatividad, ni posibilidad de crecer. El deber del cristiano consiste en señalar esto y en ser capaz de hacerlo con la autoridad de aquel que verdaderamente conoce lo que es el espíritu, pero porque conoce su propio espíritu y la expansión infinita de éste que se produce cuando responde a la presencia del Espíritu de Dios, del cual deriva su ser.
Ese cristiano posee una fuerza, el poder del Señor resucitado, que consiste en la liberación del espíritu; ésta se consigue a través del ciclo de muerte y resurrección, a través de nuestra participación en la muerte y resurrección de Jesús. Lo que muere cuando perseveramos en nuestro intento de abrimos al Espíritu es nuestro estrecho y limitado ego, así como todas las ridículas preocupaciones y ambiciones con las que aquél inunda lo más hondo de nuestro ser; lo que muere es el temor que sentimos al ver la luz emerger de este pozo; lo que muere es todo aquello que nos impide vivir la vida, la vida en toda su plenitud. El descubrimiento de nuestro propio espíritu, de nuestra verdadera identidad, es una experiencia que causa un gozo indescriptible, la alegria de la liberación. Pero la pérdida del yo que lo posibilita, la eliminación y supresión de aquellas ilusiones conocidas desde hace tiempo, exige esas cualidades que ocupan un lugar tan destacado en la enseñanza del apóstol san Pablo: audacia, coraje, fe, compromiso y perseverancia. Estas cualidades, mundanas más que heroicas, son las que nos permiten perseverar en el compromiso cotidiano con nuestra peregrinación, en la fidelidad a la meditación dos veces al día y en la «pobreza eminente» hacia la que nos conduce el mantra. No son cualidades que podamos cultivar por nosotros mismos, sino que nos son dadas con amor, dones del Espíritu que nos llevan a Dios, a un amor más profundo. No existe camino alguno hacia la verdad o hacia el Espíritu que no sea el camino del amor. Dios es amor.
Al descubrir nuestro propio espíritu, se nos conduce a nuestro centro creativo, de donde brota nuestra esencia y donde ésta se renueva gracias al flujo amoroso de la vida de la Trinidad. Encontramos nuestro espíritu solamente a la luz del Espíritu uno, del mismo modo que el amor mutuo nos sostiene y nos hace crecer, y del mismo modo que nos conocemos en la medida en que nos dejamos conocer por los demás. Para vemos a; nosotros mismos, hemos de mirar a los demás, pues el sendero hacia uno mismo es el camino de la alteridad.
No es suficiente estar de acuerdo con estas afirmaciones como realidades meramente conceptuales. Por supuesto, nuestro raciocinio puede, en virtud de la luz del Espíritu, comenzar el proceso de renacer en el Espíritu. Es capaz de llevamos a descubrir y expandir nuestro propio espíritu, pero ninguna expresión meramente conceptual es en sí misma la experiencia de nuestra verdadera identidad. Ningún análisis intelectual de nuestro ser puede reemplazar al verdadero autoconocimiento en lo más profundo de nuestra existencia. Hay muchas palabras y expresiones de distintas tradiciones con las que podemos intentar explicar el propósito de la meditación, de la oración. Aquí simplemente sugiero este propósito preliminar: en el silencio de nuestra meditación, en la atención que prestamos al Otro, en nuestra espera paciente, descubrimos nuestro propio espíritu.
El fruto de este hallazgo es muy rico. Nos percatamos de que participamos de la naturaleza de Dios, de que estamos llamados a adentramos cada vez más en las profundidades gozosas de la comunión divina, y esto no es un objetivo menor en la vida cristiana. De hecho, si somos cristianos y estamos vivos, debemos colocar esto en el centro mismo de todo lo que hacemos y pretendemos hacer. «Nuestra única tarea en esta vida es devolver la salud a los ojos para poder contemplar a Dios», dijo san Agustín (Serm. de Script NT, 88, V, 5). Ese ojo es nuestro espíritu. Nuestra primera tarea, a la hora de descubrir nuestra vocación y extender el Reino entre nuestros coetáneos, consiste en encontrar nuestro espíritu, porque es la cuerda salvadora que nos une al Espíritu de Dios. Así, logramos percibir que participamos en el progreso divino y que compartimos la esencia dinámica de la serenidad divina: armonía, luz, gozo y amor.
Para alcanzar este destino estamos llamados a la trascendencia, a ese estado continuo de libertad y renovación permanente, a ese tránsito total hacia el otro. En nuestra meditación empezamos a llegar a tal estado al renunciar a las palabras, las imágenes, los pensamientos e incluso la propia conciencia de uno mismo, a todo lo que es contingente, efímero, tangencial. A través de la meditación hemos de tener el valor de prestar atención solamente a lo Absoluto, lo permanente y lo central. Para hallar nuestro espíritu, debemos estar callados, permitiendo que éste emetja de las tinieblas en las que se halla sumergido. Para trascender debemos permanecer en calma. La calma constituye el destino de nuestra peregrinación, y el camino del peregrino es el mantra.
John Main,OSB
Del libro: Una Palabra hecha Silencio
Ediciones Sígueme de Salamanca
Para la difusión gratuita de la Meditación Cristiana
Pregunta de la semana
¿Qué significa para ti la trascendencia?
Publicaré tu escrito en este sitio web donde podrás también ver las reflexiones de otros, lo que nos ayuda tanto en el compartir como en el aprender del otro. Manda tu reflexión a permanecerensuamor@gmail.com e indica el nombre de la ciudad y del país donde te encuentras.